CAPÍTULO III
"Derribándolo todo a cada trago, en cada bar, sin miedo a que luego no encajen las piezas".
Cuando llega a Madrid, la lluvia se ha incrustado en la rutina del paisaje. A Casto es como más le gusta esta ciudad. El paisaje gris se refleja en el asfalto mojado, la gente baja el ritmo estresante característico de la capital y deambula de manera silenciosa, como simples manchas sobre el suelo. Casto ahora es uno más.

Antes de volver al frío descanso de su casa, prefiere volver a aquellos hogares que dejó encendidos en barras de algún que otro bar. Volver a notar la soledad de la agitada noche madrileña. Rutina de taberna, emborrachándose y riéndose, pero también maldiciendo este país. Derribándolo todo a cada trago, en cada bar, sin miedo a que luego no encajen las piezas. Gritando a hermanos de whisky, aquellos a los que ya no veía desde que se recluyó, huyendo de su dolor. 

Poco a poco se conduce hasta su casa en el añejo barrio de Ventas. Restos del Madrid barroco se mezclan con edificios populares, ecos de posguerra. 

Alterna barrios y zonas, pero hoy no quería irse muy lejos de su casa. Le cuesta volver a ésta, no quiere afrontar lo que le espera: volver a la oficina, limpiar las telarañas de su mesa, de sus cajones. De su cabeza.

Recuerda entonces a Caty, la que fue su secretaria, demasiados agujeros de su vida que le ayudo a tapar. Si quiere volver abrir la oficina tendrá que llamarla. No lo hace desde que cerró, pero se lo debe, la echó sin aviso. Aunque Casto preferiría que no fuera así, no quiere verle la cara a alguien que le recuerde diariamente su tragedia. 

Como cierre a una noche más, la penúltima la pagará en "La Retama". Bar de excelente menú y copiosos aperitivos.  El jefe, sevillano de recio gesto, mira a Casto con extraña cercanía. Sin que Casto hable, le sirve su whisky.  Bebe mientras observa el muestrario de la pared: calendarios caducos y pósters de equipos de fútbol de abolengo. Antes de acabar de beber, un brazo le cubre el hombro.

- Si llego a saber que iba a estar aquí, no pierdo el tiempo en el metro.

Un hombre de edad indefinida, delgado hasta los pies, abraza a Casto con la poca fuerza que tiene. Sus gestos y sus muecas son sinceros, tanto como su expresión. Echaba de menos a Casto. Él también:

- Niño, no abraces tan fuerte.

Casto le conoce, es un superviviente urbano, ese tipo de personas que no sabes como es posible que sobrevivan una noche a la intemperie y sin embargo, seguirá recorriendo las calles cuando Casto descanse bajo mármol. Su cara es un reflejo de sus años en la calle y su cuerpo es literalmente un perchero sobre el que descansa una cazadora vaquera desgastada. A Casto le parece curioso ver la cazadora ahí colgando como si fuera una metáfora de la vida de Tato: agujereada y descosida, pero sigue resistiendo el frío.

- No pensé que me alegraría de volver a ver esta cara-  dice Casto con austera alegría.
- Ya pensé que se había ido o algo así.
- Lo hice Tato, pero te echaba de menos- Casto se maneja bien con la ironía.
- Oye ¿y por qué no me pides una cañita… Así, para celebrarlo?

Casto hace un gesto hacia el camarero, que rápidamente le sirve la cerveza.
Tato se siente ahora protegido por Casto y sacando arrogancia de donde solo había cenizas, espeta:

- Pero ponme algo de picar, que se te va a pagar.

El camarero mira de reojo a Casto que asiente sin que Tato se dé cuenta.
Le sirve un pincho de tortilla, al que Tato hace honores de "última cena". Con paciencia, despliega un protocolo digno de príncipes, saboreando la tortilla a cada paso, sin haberla probado todavía. 

Tras el manjar, Tato se siente mejor, contento. Está en paz con el camarero, al que le hace ver la amistad que le une a Casto

- Este es el que me invitó al Madrid-Barça - le dice, mientras en la cara aparecen los restos de una gran experiencia. Ahora mirando a Casto vuelve sobre la anécdota mil veces contada:. -Vaya partido ¿eh? Bueno para ti no, claro-. Casto se mantiene hierático, sin responder a la puntada que Tato le lanza, ya se conoce el final. 

Todo fue que Casto consiguió cerrar un caso por una información que Tato le consiguió (El caso era sencillo: un taller que se encargaba de vender coches robados y en mal estado, asegurándose futuras reparaciones). Y como deferencia, Casto invitó a Tato al Bernabéu, el fatídico domingo en el que el Barça, del que Tato es fiel seguidor, con un tal Ronaldinho en sus filas, metió tres goles en la portería de Casillas. 

Tato está eufórico, es una sensación desconocida para él, y sorprendente para su interlocutor. Tato, delgado de alma, parece ahora hinchado, orgulloso, como un ave desplegando su plumaje. Se cree estar en el Bernabéu en ese mismo momento. Repasa el partido como si fuese ayer, una alegría de la que vive todavía. Reflejo de una vida hecha para olvidar.

- Todo el Bernabéu aplaudiendo a Ronaldinho. Vaya jugador.
- Buah, un brasileño samboso más-. Casto intenta minimizar la anécdota.

La charla de fútbol hace que Casto se vuelva a sentir en casa, recuerda su antigua rutina de domingo. Se olvida de su nueva rutina semanal.

Casto cambia de tercio y se interesa por Tato, con especial interés.

- Bueno y ¿Como te defiendes?¿De dónde sacas para vivir?
- Ya sabe jefe, hago lo que puedo. Hay mucha gente por ahí que no aprecia lo que tiene.
- Te preocupa eso, ¿no? la pasta.
- ¿A usted no?
-¿Sigues en la calle?- Casto mantiene una actitud directa, de interrogatorio.
- Yo lo llamo "casa"- Tato suaviza su tragedia con ironía, se ríe.
- ¿Cuando fue la última?- Casto dramatiza su cuestionario.
Tato se queda callado, mirando fijamente a Casto. 
- Sé que no estás limpio, Tato.
- Yo quiero, de verdad. Pero el túnel no parece que se acabe nunca.

Con indiferencia, Casto se levanta, se echa la mano al bolsillo y llama al camarero. Paga las bebidas y un bocata para Tato.

- Esta noche cenas y te vas a dormir. Por hoy te olvidas de esa mierda- Las instrucciones son claras. Casto le mira fijamente mientras se las explica, asegurandose que Tato lo comprende todo.  

Tato asiente. Está abrumado por la reprimenda de Casto, se le han bajado los humos.

- A partir de mañana te quiero con los ojos bien abiertos ¿entiendes? Cuando te vea quiero que estés limpio y que me des información. El resto del tiempo haz lo que te salga de los huevos. Si me das lo que quiero, habrá más de esto-. Señala al al bulto de "albal" que el camarero deja sobre la barra. - Y no te preocuparás por la pasta. 

- Pero… ¿Vuelves a currar?
- Mañana vuelvo a  abrir la oficina y quiero saberlo todo.

Casto da una palmadita en la cara a Tato y se marcha. Tato se queda parado viéndole salir con su bocata en la mano, le echa un vistazo y antes de que Casto abandone el bar, le grita:

- Oye, pero mi tarifa ha subido, ¡eh!



CAPÍTULO II

"Eres de los que miran el muro cuando a su espalda tienen el mar"

Saliendo del hotel, el día le recibe con un mantón gris sobre el cielo.  Casto responde levantándose el cuello de su chaquetón negro. Llama a un taxi.

Camino del aeropuerto, mientras va organizando la agenda que le va a tener ocupado un par de meses como mínimo, echa un último vistazo a las calles del barrio que le acoge, más que barrio, barriadas, reflejo de una edad dorada, industrial. Edificios de personalidad monótona se mezclan con naves de modernidad antigua.

Cuanto más ocupada debe tener la cabeza más siente su pérdida.

Vuelve a la agenda. Comprende que si quiere volver a funcionar tiene bastante papeleo que hacer. Quizás lo mejor sea volver a abrir la oficina. No sabe si está preparado después de tantos años y otra vez empezar de cero. No importan las noches en vela, no importa lo cuadrados que tengas los huevos, ni lo mucho que hayas sudado…; otra vez el enorme abismo de dar el primer paso.

Y por eso también la echa de menos: con ella era todo más fácil, era el empujón que necesitaba. La sonrisa que siempre le iluminaba en las noches de tormenta.

Tras el castrista proceso de facturación, se observa a sí mismo y se ve diferente: la gente de su alrededor pertenece al mundo, al real, al de ahí fuera. Comparados con él, todo es exótico. 

Como siempre, la rutina del aeropuerto le condena a la espera. Todo depende de la pantalla de salidas, oráculo de los nuevos tiempos. Tras su dictamen decide que en la barra de un bar se espera mejor

-Etiqueta negra. Tres dedos.

Casto encara el paso del tiempo a pequeños tragos. Se esfuerza por blanquear la mente. Desde fuera parece un cuadro de Hopper, estático e inmóvil, asumiendo su tragedia. Mientras, a su alrededor, los deseos y las nostalgias se cruzan, nuevas vidas empiezan y terminan, el “hasta luego”, “ hasta pronto” y “hasta nunca”, “ahora te veo” y el “no te olvidaré”.

Sin embargo, Casto permanece inmóvil, hundido en los tres dedos de whisky, ahogando las voces de su cabeza.

- Por mucho que lo mires, seguirá siendo un vaso de whisky.

Una voz de mujer le arranca de su hastío. Sin que Casto se diera cuenta, se le ha sentado al lado. Es una mujer mas o menos de su edad, de aspecto alborotado, bien sea por su cara salpicada de pecas o por algo que desprende. Y en el centro de la cara una enorme sonrisa. Aunque le atrae desde el principio sin saber por qué, no le hace mucho caso. Tan solo escupe cortesía.

- Lo tendré en cuenta -responde Casto, mientras gesticula un esforzado ademán de agradecimiento.
Ella ríe.
- No sabe cuántos hombres he visto hundirse ahí dentro.
- No se preocupe, llevo salvavidas.
-¿Le importa?- las palabras salen de una enorme boca en forma de sandía mientras se autoinvita a sentarse en el taburete que tiene al lado, la frontera que había entre Casto y la realidad.
-Me gustaría apostar a que no.
-¿Te has dado cuenta de que los bares existen para que puedan putearnos con los horarios?
Casto le mira escéptico. Ella sonríe y tras una pausa le estira un brazo y, como dicta el protocolo, le da la mano para presentarse.
-Perdón, Inés; espero el avión que me lleva a Sevilla, pero supongo que eso depende de Ryanair.
Casto le devuelve una mirada que acusa a la mano. Luego le corresponde con la suya.
-Casto, voy a Madrid.
-¿Placer o negocios? 
Casto se revuelve sin demostrar hastío. Entiende que será él quien le anime la espera.
-¿Cuándo dice que sale su vuelo?
Ella vuelve a reír.
-Ya te he dicho mi nombre: me puedes tutear.
-Perdón, pura rutina.
-Yo voy a trabajar… -Inés empieza a divagar, Casto intercala tragos con indiferencia- pero me encanta viajar. Amanecer en un sitio y despertarte en otro… Que los demás imaginen qué es lo que hago, a dónde voy…
-Un oficio trepidante.
-¿No te gusta viajar?
Casto niega con la cabeza.
-¿Te dan miedo los aviones?
Casto levanta un hombro con indiferencia.
-No;  siento que es una pérdida de tiempo.
Inés le mira extrañada.
-¿Pérdida de tiempo?
-Tengo la suerte  de que nunca se corresponde la inversión de tiempo con el destino.
Inés asiente con la cabeza.
-Se ve que eres de esos que te gusta disfrutar de cada segundo.
-Mírame viviendo la vida al máximo- mientras da vueltas al vaso de whisky.
Ambos sonríen para sí mirando la barra, como si allí hubiera un espejo.
-¿Entonces? negocios.
Inés rebosa ilusión. Casto, que acaba de darse cuenta de que está luchando contra esa inocencia, se rinde y se contagia: la mira y sonríe.
-Bueno, volver a Madrid siempre es un placer.
-Madrileño: el ojo del huracán.
Casto demuestra sorpresa por el comentario.
-Digamos que de allí sale lo que los demás sufrimos.
-Lo dices con la misma rotundidad que indiferencia.
-Bueno, ya me he creado mi paraguas. Y por mucho que llueva, las nubes no me impedirán ver el sol.
Casto desilusionado vuelve a mirar a su vaso.
-Una optimista de manual - de manera decepcionante, queriendo menospreciarla.
-Supongo  que es un piropo y brindo por ello.

Casto responde al brindis con desdén, pero esconde una abrumadora sorpresa: admira su entereza. Es más, le recuerda a ella: a su incesante manía de mantenerle a flote.

-Puede ser. Pensaba más en una etiqueta. Un piropo es algo que te acompañará siempre, el optimismo es una herramienta de la que echar mano.
-¿Cómo sabes que no veré el vaso medio lleno siempre? 
-Llegará un momento en que te lo bebas.
-Podré llenarlo de nuevo.
-Siempre y cuando haya botella.

Pausa.

-Hacía tiempo que no conocía a nadie como tú.
-¿Pragmático?
-Con la desilusión propia del reo novato. Eres de los que miran el muro cuando a su espalda tienen el mar.
Casto ríe.
-Tengo amigos que todavía no se han dado cuenta -ríe sorprendido por lo certero de su comentario.
-Y dirás que el mar es indomable y que en una mala, te ahogas.
-Si fuera una diana habrías dado al rojo -continua riendo, su correcto análisis le sorprende. Hasta que recuerda el por qué de su melancólica existencia. Se lo deja claro.
-Un día el optimismo dejará de ser tu libro de cabecera, tú también mirarás el muro.
-¿Por qué piensas eso? 
Casto, que hasta ahora ha mantenido una conversación de manera educada y displicente, se enfrenta a ella: Se prepara para la gran lección. 
-¿Crees que soy una especie de alma impura, cándida e inocente? - le apostilla Inés antes de que empiece a hablar.
-No, solo bebes de un vaso que nunca acaba. Pero un día te levantarás y verás que quizá la botella que llena tu vaso también se acabe. Es más, verás como algún hijo de puta se la bebe -según ha ido hablando, sus palabras contenían más rabia. Desahoga su frustrante desesperanza ante la cara de una desconocida.

Inés, que mantenía su serenidad impecable, se gira hacía su vaso, al igual que Casto. Ambos aguantan el silencio. 

Entonces, Inés se bebe el vaso de un trago.

-No voy a  darte la fortuna de contarte mi historia, pero tengo muchos motivos para mirar el muro. Tengo motivos hasta para colgarme de él, pero no consigo nada ahí arriba. Mi sonrisa, cuando llegué a esta barra, era sincera y será así cuando me vaya. No porque sea algo fácil. Será sincera porque quiero que sea así. 
-Son maneras de ver pasar la vida - es la mejor respuesta que se le ocurre a Casto.
-Lo fácil es cagarse en dios y pedir otro whisky. 
-En el fondo me recuerdas a alguien que me hablaba así.
-Si la recuerdas, seguro que esa persona se preocupaba por ti.
-Supongo.

Inés apura unas gotas que había en el vaso. Un increíble estado de nostalgia invade ahora a las dos efigies que hay en la barra. Inés se mira el reloj y, con un sobresalto, interrumpe el estruendoso silencio.

-Creo que mi avión sale ya.
-Perdona... Me siento responsable por la tensión de la situación.
-Yo también tendré algo de culpa.
-Buen viaje. Que el huracán no sea muy fuerte.

Se dan dos besos: de la nada surge una familiaridad inesperada. Casto siente una extraña familiaridad hacia esa extraña mujer, que se pierde ahora entre los futuros turistas. Sabe que algo de ella se queda ahí.

Casto paga e, inerte, camina por el aeropuerto hasta la pantalla de salidas, esperando que la fortuna no le premie con la palabra “retraso”. Más que caminar, vaga; sin reparar en nada, como sin rumbo, perdido en esa sensación que le ha regalado Inés. De repente le han quitado algo que nunca fue suyo: nostalgia de nada. 

Revisa en la pantalla su avión, confirma la puerta. Su curiosidad le lleva a ver el vuelo a Sevilla. No aparece. De repente, esa palabra no existe.

Extrañado se dirige a su avión. En el camino se encuentra con un mozo del aeropuerto. 

-Perdona, ¡chico! -  Casto se esfuerza por que le oiga. El joven, que se esconde tras una enorme cresta, está trabajando con una máquina que emite mucho ruido. -¿Para ir a Sevilla con Ryanair?
-No, qué va, eso no es aquí. "Pa" eso te tienes que ir a Girona.

Casto se queda clavado. Echa un vistazo hacía la barra. Una banqueta solitaria y tan solo un vaso con un recuerdo de hielo y whisky.

CAPITULO I

"Se siente un pez fuera del agua, un humano entre marcianos"

Desde lo lejos hay un elemento que le hace revolverse. No sabe lo que es, no puede identificarlo.

Tampoco identifica de dónde viene. Lo oye lejos, como a kilómetros, pero al contrario, le pertenece, lo siente muy dentro, un eco de sí mismo. La sensación se incrementa. Le fastidia porque se encuentra relajado, en un estado total de abulia, como suspendido y arropado por la penumbra. 

Hasta que lo identifica; es un sonido constante y repetitivo. Se pregunta cómo puede ser que nazca de su interior un sonido. Lo ignora, pero el sonido no claudica, es más fuerte que él, es eterno. Casto no tiene opción, se va rindiendo, la penumbra se va convirtiendo en luz; la suspensión, en barranco.

Se despierta.

Su móvil suena insistentemente. Estira el brazo y lo apaga como puede.

Casto se descubre boca abajo en la cama, preguntándose qué es lo que le oprime la cabeza y se la cubre, le pesa. Intenta levantar el cuello. Es como si la sintiese una extremidad más. 

La boca la tiene pastosa. Duda que en algún momento eso haya sido una boca real: una capa viscosa se la recubre entera. La lengua ya no es suya, ahora es más grande, ancha y torpe. Se incorpora.

Observa que está vestido; zapatos, chaleco… Ni siquiera se desanudó la corbata. Tan solo dejó la consciencia a los pies de la cama.

En la mesa, una botella vacía y un vaso con el dorado líquido hasta la mitad. Y una pregunta se le repite en la cabeza ¿Qué cojones ocurre?

Su ritual matutino le devuelve poco a poco a la realidad. La ducha, con el agua cayendo sobre la cabeza, le trae a la mente los recuerdos: el porqué está ahí, la oferta de trabajo de su familia,... Y de repente, la losa, el flojeo en las rodillas, la nube en los ojos. Los recuerdos no son todos buenos.

Baja al bufé del hotel. Pasea de arriba abajo recorriendo esas mesas insultantemente llenas de comida. Cualquier otro día disfrutaría tan solo de las posibilidades, hoy tanta oferta solo le genera confusión. 

Decide irse a un bar cercano. Café con leche. No tiene estomago para comer nada. Se hace con un periódico, elemento fundamental del menú. Sus desayunos se rigen por un protocolo tan importante y básico como un balón en el fútbol. Cuando se dispone a leer el titular, un vecino de barra le interrumpe. Uno de esos que se esfuerza porque todos le escuchen. No los soporta. 

-Son todos unos sinvergüenzas. Solo vienen aquí a robar.

Casto divaga pensando cuántas hojas del periódico que está leyendo tendría que meterle en la boca para poder callarle. Pero un zote, vertido sobre una banqueta al final de la barra, cae en la trampa.

-Pero todos, ¿eh? porque no me dirás tú, que el otro no se llevaba nada.

Palabras vacías, que le joden el desayuno. Podrían hablar de cualquier cosa y de nada a la vez: sofistas en estado puro.

Olvida lo que está ocurriendo y se concentra en su periódico, aunque se arrepiente en poco tiempo: los recortes en sanidad, la economía… Otra vez la úlcera y el calentón. Casto entiende de lo subjetivo de sus planteamientos, pero eso no le quita para pensar que la frase  "hay que recortar en sanidad porque no hay dinero", es un insulto, es pensar que somos tontos, aunque se lo ponemos fácil.

Lo peor está por llegar y lo coge por sorpresa. En grandes letras negras reza: "Un mosso apuñala a un taxista paquistaní". Vuelve a leerlo: "taxista paquistaní". Le suena a "etiqueta", duda si buscan con ello el entendimiento del lector. Él lo único que entiende es el sin sentido. En lugar de proteger anda por ahí ajusticiando a hierro. 

Paga y se va. 

Esa idea sigue en la cabeza de Casto: siente que las cosas ya no son fáciles, como antes, la gente está perdida. Ya no se identifica con nadie. El respeto ha dejado de ser el abrigo de la gente. Parece una tontería pero la gente ha dejado de darse los “Buenos Días”. 

Añorando tiempos mejores, llega a casa de sus familiares. Le estaban esperando.
Se trata de unos primos con los que trataba cuando eran chicos, una pareja mayor que al verle convierten en verbena su moderada vida.

Le pasan a un salón, de esos en los que el paso del tiempo es una anécdota. 

- ¿Cómo que no viniste antes?¿Y dónde has "dormío"? Habráse visto que te tengas que ir a un Hotel y te tenía yo la cama "prepará". Está noche te quedas aquí… Bueno, pero a comer, sí. ¿Y cómo has "quedao" del viaje?
   
Mantiene los pies en el suelo, muleteando las preguntas con una sonrisa. Se encuentra bastante incómodo, nunca ha manejado esta situación, donde lo cotidiano y lo anónimo se dan la mano. 

Pero esa sensación dura poco. Consigue relajarse y olvidar el deseo de una fuga milagrosa. Entonces, Casto, que no ha olvidado el motivo de su visita, percibe unos gestos debajo de la mesa.

-Les agradezco su hospitalidad, pero, sin querer ser grosero, agradecería que fuésemos al motivo de mi presencia aquí.

La mujer cambia su discurso de bienvenida por un lamento, agarra su pañuelo. Lo hace como si no lo hubiera hecho nunca.

-Una desgracia, Casto.

Casto no se altera. Sabe que la tragedia que maneja alguien de esa edad es bastante relativa. Pero enseguida lo comprende. Claro que sabe qué hace ahí, ¿qué iban a ofrecerle si no fuera un caso? Otra vez salir a la calle, recorrer "los bajos fondos". El olvidar tu vida para vivir la de otro. 

Pero lo malo no son los tópicos. Es la implicación, es el compromiso y el dormir de día. Es el nunca es suficiente, el siempre se puede dar un poco más. Es el luchar de nuevo contra la frustración.

Y sobre todo es el amargo sabor de su pérdida.

Pero esa es su vida. No sabe hacer otra cosa, aunque esta vez lo deseaba. Un trabajo normal. Uno de esos de los que te preocupas más por el menú del día que por el propio oficio. Porque eso es lo que necesita Casto: convertirse en un autómata, carne de monotonía. Enclaustrar bien su mente.

Pero no. Es un nuevo caso. Escucha.

Una vez terminado, acepta y decide irse al hotel a descansar.

El caso es el siguiente: a principios de este año, por cuestiones médicas, se vieron obligados a coger a una chica para que hiciera las labores domésticas. Y cumplió las expectativas: simpática, atenta y aplicada. Parece ser que le cogieron cariño enseguida. A los pocos días desapareció, no dejó rastro, voló "puff". Se quedaron consternados, impotentes: no podían entender que se fuera así sin más. Decidieron no coger a otra chica, les dolió el abandono.

Continuaron su día a día como el que ve ponerse el sol, hasta que un día en el buzón apareció la bomba. Un anónimo que anunciaba: "Sabemos lo que le habéis hecho a Marina. Si no queréis que hablemos tendréis que seguir nuestras indicaciones"

Aseguran no haber hecho nada y Casto lo cree. La verdad es palpable, aunque hubieran querido el verdugo se convertiría en víctima. El caso le parece claro. Alguien cree que su familia debe tener un dinerillo guardado y quiere pasarse un buen agosto a su costa, es probable que haya sido la chica misma. Pero ¿por qué?

Casto se lamenta: ¿qué cojones puede tener una chavala en la cabeza para poder hacer una cosa así? ¿En qué momento se perdieron los limites?. Ese es el verdadero problema ya no hay limites. Seguramente todos seamos responsables. Sea por no hacer nada, por no decir nada... por no dar los “Buenos Días”. 

La noche le encuentra en una calle desierta. Se ha tirado toda la tarde rumiando el tema sin encontrar salida. Solo una: se siente como un pez fuera del agua. Un humano entre marcianos. Le entran ganas de tomar un trago: lleva todo el día sin beber y solo ha conseguido esa pesada nube otra vez en la cabeza.

Casto se aleja en dirección al hotel, mientras, al fondo de la calle, dos muchachos juegan rompiendo botellas en mitad de la carretera. La gente pasea, nadie les dice nada.







CAPITULO 0

"El whisky refleja la vida con un tono cálido"


-¿Quién piensa que le vaya a llamar durante el viaje, que no lo haya hecho ya durante el transcurso de sus fútiles vidas?


Se lamenta mirando a un petimetre sentado delante de él, que, mientras el avión se dispone a despegar, revisa sus mensajes del móvil.


Se queja, y es que pese a su frialdad con ciertos temas, es su estado natural. Bueno, sobretodo, con eso que él considera la "estupidez":  le revuelve el estomago.


-¡Joder! hace que eche de menos mi úlcera.


Vuelve sobre el párrafo tres veces ojeado pero ninguna leído. Lee cómo Pepe Carvalho habla con Charo sobre la revolución. La novela es "La rosa de Alejandría". Le gusta. Bueno, cualquier novela basada en su negocio le emociona. Se compara, ve los trucos y la inventiva del autor. Pero sobretodo son los casos, esos buenos casos como los que tenía él antes. Los echa de menos. Durante esos años escupía en la cara a la desgracia… hasta aquel día.


El avión en el que va, está camino de Barcelona. Un personaje de esos que nos acompaña como el carnet de identidad, alguien de esos con los que compartes apellido, le ha llamado para ofrecerle un nuevo trabajo, seguramente movido por esa mezcla de compasión y obligación que conlleva la familia. No sabe si lo aceptará. Si es un caso, seguro que no; no se siente capaz desde entonces.


Llega a Barcelona. Es Lunes. Diez de la noche. Como el que mira una pecera, observa Barcelona desde el taxi. Parece un desierto. Al fondo de la calle una pareja la cruza corriendo, como gatos, entre los coches. Aquí es normal, esto no es el autoservicio 24 horas que es Madrid, y más aún en el populoso barrio de Zona Franca, donde se encuentra.


Cuando iba a coger la Calle Aluminio, una rata grande cruza delante del taxi. El taxista se siente en posición de aseverar:
-Esto antes no ocurría. Esto es por culpa de la crisis.
La genial ocurrencia le hace revolverse en el asiento.
-Antes comían de restaurante, supongo…
Silencio.
-Lléveme mejor a un hotel por aquí cerca, pero que me dé tiempo a acabarme el cigarro.


Decide no visitar a su familia hoy: respeta su vida monacal. Cuando le paga la carrera, no olvida la propina por dejarle fumar.


Se aloja en un hotel cerca de la plaça Cerdá. Tiene categoría, tras el “chek in”, su prioridad no es la habitación.


-¿Tienen cerrado el bar?
- Me temo que sí, caballero
-¿Dónde me pueden servir un whisky?
-Si quiere, el servicio de habitaciones está a su disposición
-No, no se preocupe… Me lo tomaré ahí mismo.
-Pero señor ese es el sofá de la recepción.


Le mira y sonríe. Y como el que descubre la pólvora por enésima vez.


-Seré una especie de preludio para los turistas, el prólogo de una gran noche, ¿eh?


Sin esperar respuesta, antes de sentarse.


- Etiqueta negra, tres dedos.


No hay ruido. El chico de la recepción disimula su sueño dando grandes cabezazos. Y mientras, observa en el vaso como se reflejan los volúmenes del hall en la bebida. El whisky refleja la vida en tono cálido. No sabe que hace ahí, en Barcelona. Él sabe que no está preparado para coger un nuevo caso. No, todavía no.


-Sr. Jiménez, si no va querer nada más igual es buena idea que suba a la habitación.


-Llámeme Casto.


Vencido, se dirige hacia el ascensor.

- Súbame una botella y un vaso.